25 de agosto de 2010

GARRAPATAS Y POESÌA

Los poetas que cantan la naturaleza pecan de prejuiciosos. A veces, en estado puro, la naturaleza se parece mucho a la pesadilla, y más a una mala madrastra que a una buena madre. Estos días he vivido sus espantos a propósito de las garrapatas, ese arácnido hematófago que omitió San Juan en su descripción del Apocalipsis, pero que habrá de tener un papel preponderante en la bancarrota.
Por lo pronto, los veterinarios y los agrónomos que consulté para que me ayudaran a exterminarlas me dicen que el calentamiento global ha estimulado la plaga en todas partes, que se han hecho inmunes a los antiparasitarios, y que por alguna razón siniestra también disminuye la población de garrapateros, esos pájaros de luto que a pesar de su deprimente apariencia las mantenían bajo un control relativo. En Antioquia, las garrapatas comenzaron a infestar las zonas montañosas.


En mi casa aparecieron de repente. Primero en las orejas de Pedro, un fila amarillo que aprecio mucho por su parecido con Paul Valery. Por la mirada grave, honda y triste e inteligente del poeta francés. Y porque jamás ladra en vano y nunca a la luna, como hacen los otros perros y poetas del vecindario. Y después las encontré en Helena, la perra akita. Y luego amontonadas en Saturnina, la fila negra, a la que contagiaron una fiebre mortal, lo mismo que a Úrsula, una cachorrita fila de aires de loca, de la que me había encariñado por su personalidad -perronalidad en este caso-. La pobre también acabó por estirar las patas.


Al principio son diminutas, como un punto de tipografía. Pero en horas, implantadas en la carne del huésped, engordan y adquieren un aspecto repugnante. Y cuando se hinchan, ahítas de sangre, apenas pueden moverse como esas matronas obesas de la decadencia de Roma que asistían al circo en andas de esclavos etíopes. Y al aplastarlas dejan un rastro negro en las piedras.
Mientras luchaba contra la proliferación en los perros invadieron, en venganza, la casa. Cubrieron las paredes del estudio, en la biblioteca se acomodaron entre los libros, se arrastraban por las terrazas, ocuparon en filas apretadas los intersticios entre las molduras de las puertas. Fundaron silenciosas colonias debajo de las alfombras. A la espera de un despistado animal de sangre caliente para aferrarse. Y chuparlo.


Evito los productos agropecuarios de la química norteamericana, de tan mala fama por sus efectos secundarios, teratológicos y cancerígenos y porque forma parte del odioso sistema de la guerra moderna. Pero el terror pudo más que los escrúpulos. Rocié la casa a fondo incluso bajo las tejas, y las dalias de los alrededores con horribles soluciones hediondas, con remordimiento resignado.
Usé garrapaticidas de distintas marcas en diversas presentaciones. Pero siguieron multiplicándose victoriosas. El hombre que guadaña el jardín acabó con un nido en la axila. La señora que hace el aseo no sé donde. Y los punzantes ixodoideos, que así se llaman, siguieron llegando en malditas filas cerradas como si los venenos los alimentaran. E impusieron su terrible presencia.


Ya desesperaba, dispuesto a probar el fuego, decidido a meterle candela a la casa, a incendiar los potreros y las piedras con tal de salvar al mundo de su imperio nefasto. Cuando un amigo compasivo me trajo una juagadura blanquecina de su invención cuya fórmula se niega a revelarme. Pero tampoco las exterminó por completo. Aunque se han vuelto más esporádicas. Sin embargo, ahora mismo, una diligente, calladamente, trepa por la pata del escritorio, roja y sedienta en busca de mi carne desesperada para medrar.


Pensamos que el desastre ecológico se manifiesta solo en grandes acontecimientos, geológicos o atmosféricos, temblores y huracanes. Pero es posible que al acto final tengamos que contar también con otros pequeños agentes del Mal, como las garrapatas, por ejemplo. Nadie sabe lo que significan, hasta que es obligado a enfrentar estas criaturas diseñadas por la insidia del diablo para sabotear la hipotética belleza del mundo.

Eduardo Escobar
eleonescobar@hotmail.com
El Tiempo, Bogotá, Agosto 24 de 2010