22 de mayo de 2010

POR QUÉ ESCRIBIR



Por: Antonio Acevedo Linares

Las razones por las que un hombre o una mujer escriben y que lo convierten en un/a escritor/a o un/a poeta, son múltiples e insólitas, extravagantes o irreverentes, contestatarias o tiernas. Allen Ginsberg decía que escribía porque le gustaba cantar cuando estaba solo y porque no tenia ninguna razón, porque no tenia un por qué, y porque era la mejor manera de expresar todo lo que le viene a la mente en el espacio de un cuarto de hora o de toda una vida. Umberto Eco dijo que sus hijos habían crecido y ya no sabía a quién contarle sus historias. Juan Marse escribió que escribía novelas por puro placer estético, esto es, para sentirse vivo, para crear criaturas imaginarias, y con la vida que no pudo vivir, conjurar así la nada y el olvido, como una forma de la felicidad, y que escribía para sobrevivir a su infancia y salvar de la nada algunas imágenes, algunos sentimientos y emociones de la infancia. Miguel Otero Silva dijo que escribía porque no pudo ser ni concertista, ni pintor, ni abogado, ni ingeniero, ni deportista, ni guerrillero, ni militante del partido comunista, ni orador parlamentario, ni senador. La naturaleza no lo había dotado para el ejercicio de las anteriores profesiones y como político sus brillantes discursos solo se le ocurrían cuando ya se había clausurado el debate.

Rubén Fonseca dijo que en el principio el amor por la imaginación (soñar, inventar ideas, fabular) lo llevo al amor por la lectura y que el amor por la lectura lo llevó al amor por la escritura y tuvo deseos de crear todo aquello que admiraba pero pronto descubrió que escribir era a veces aburrido, desesperante y siempre fatigoso y que perseveró porque es difícil abandonar un trabajo de cuyo aprendizaje ha exigido mucho tiempo y esfuerzo. Graham Greene dijo que escribía por necesidad, que si tenía un forúnculo y estaba maduro, lo apretaba. Wole Soyinka dijo que suponía que era su lado masoquista. Rafael Alberti dijo que escribía para comunicarse lo más claramente posible con aquellos que lo leían y le escuchaban. Salvador Elizondo como en un laberinto de palabras dijo que recuerdo haber escrito y también me veo cuando escribía. Y me veo recordar que me veía escribir y recuerdo haberme visto recordar que escribía y escribo que me veo escribir que recordaba haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que yo escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribir que ya había escrito que me imaginaria escribiendo que había escrito que me imaginaba escribir que me veía escribir que escribo.

Gabriel García Márquez dijo que escribía para que sus amigos lo quisieran más. Alexandre Kouchener dijo que escribía porque en ello encontraba placer y alegría y que pensaba que el don poético habita al poeta como un instinto biológico como la abeja que no se pregunta porque recoge “la ofrenda de las flores” y al hacerlo fecunda las plantas. Osvaldo Soriano no ha sabido con precisión porque escribe, dijo, sin embargo arriesga una respuesta al decir que primero está el placer, la sensualidad de las palabras que elige para abrir el espacio de libertad en el Universo que va a construir el texto que él escribe, esto es, responde a la necesidad de escribir por el placer de escribir, lo que no deja de producir angustia y sabe el precio que tiene que pagar pero también escribe para compartir la soledad.

Comenzó a escribir, dijo Manuel Vásquez Montalbán porque quería ser grande, rico y bello. Leonardo Sciascia dijo escribo porque me gusta escribir, porque el hacerlo uno se ve escribir y se siente vivir además de existir. Marguerite Duras, sarcástica ha dicho que hostigada por esa pregunta no tenia nada que decir al respecto, que nunca ha sabido nada sobre esa extraña actividad. Jaroslav Seifert dice que quizás se escribe por ese deseo que existe en cada ser de dejar una huella. Peter Schneider más cauteloso terminó diciendo que no había escrito lo suficiente para reflexionar sobre esta pregunta. A mí me gustaría decir porque también escribo, para terminar con está casa de citas, con un poema titulado Poema:


Amo las palabras
con las que te amo
y escribo porque estoy
enamorado de la lluvia
del viento de la tarde
de los besos de las manos
de tus caricias de tus ojos
que me sueñan de tus noches
junto a mi de tu voz que me susurra
de tus silencios cuando callas
de tu presencia cuando
te tengo de tus pasos
cuando caminamos juntos
de tu pelo cuando lo estremece
el viento de tus palabras
que son como brazas ardientes
escribo para conjurarte
contra la muerte y no dejes
de existir y te quedes para
siempre en éste poema
y en éste corazón
y en ésta mano
que te escribe siempre.

Con o sin vergüenza el escritor o el poeta escribe porque es su vocación más pura y encuentra la forma a través del lenguaje de embellecer el mundo envilecido en el que vivimos, porque es su destino más inexorable escribir como un explorador de nuevos mundos por construir o conquistar, el lenguaje es un continente que se ha propuesto descubrir y el instrumento más maravilloso que le permite seducir, imaginar, delirar las historias más increíbles y bellas que su mente y la realidad y la historia construye y que pasan por su corazón y su mano que la escriben. Escribir es el ejercicio de la imaginación más exacerbado que le hace decir a Albert Einstein que la imaginación es superior al conocimiento.

Escribir no es para decir cosas bonitas y enamorar a las señoritas ni a las señoras ni un esnobismo del escritor para llenarse los bolsillos de dinero porque ya sabemos que una sociedad que no respeta la condición de escritor o poeta es lo que menos logrará si pretende hacer de la palabra una mercancía más del mercado para adular o congraciarse con el poder o las academias o el establecimiento. El deber revolucionario de un escritor es escribir bien dijo alguna vez García Márquez y en ese deber está incluido su ética y su estética literaria. No es tampoco un ejercicio de individuos privilegiados pero si de una sensibilidad distinta al común de todos los hombres, porque no todos los hombres tienen la sensibilidad del lenguaje y su enamoramiento para escribir. Acaso se escribe porque se ama el lenguaje como a una mujer o la vida, y nos alucina y maravilla como la creación más fervorosa del ser humano. El día que el hombre sienta alucinarse por el poder del lenguaje o las palabras será poeta y estará condenado a vivirlo en todos los instantes de su vida y aprenderá a amar y a vivir la vida con poesía.


BIBLIOGRAFIA

Ud por qué escribe. Magazín Dominical No 267, El Espectador Bogotà, Mayo de 1988.

Amor a Sophia, (2009-2011) Libro de poesía en preparación de Antonio Acevedo Linares.

3 de mayo de 2010

LA NOVELA COLOMBIANA POSTERIOR A CIEN AÑOS DE SOLEDAD


Por Harold Alvarado Tenorio

Sólo cinco ficciones, sostiene el crítico, merecen figurar en el santoral de la gloria del Nobel que ya dura 43 años: Cóndores no entierran todos los días [1972] de Gustavo Álvarez Gardeazabal; Los parientes de Ester [1978], de Luis Fayad; Sin remedio [1983] de Antonio Caballero Holguín; La virgen de los sicarios [1994], de Fernando Vallejo y El crimen del siglo [2006] de Miguel Torres.
Et tout le reste est littérature.

Cuenta Gerald Martin [A Life, 2008] como en cierto momento de Junio de 1965 GGM escuchó a la musa que le ordenaba redactar, en los dieciocho meses que vendrían, la saga de los Buendía.

Hasta ese momento, la llamada novela colombiana había adolecido de todos los pecados narrativos desde el Siglo de las luces, un fastidioso realismo que hizo de la mayoría de las obras literarias sucedáneos de la Historia, personal o colectiva. A partir de Cien años de soledad [Buenos Aires, 1967] no pudo volver a hablarse de la realidad sino de sus representaciones, como lo había inaugurado Jorge Luis Borges en sus inesperadas historias desde los años cuarentas. GGM había recibido ese don luego de haber leído las versiones de las novelas de William Faulkner que Borges y su madre habían confeccionado para hacerle legible en español, todo ello cocinado con Rulfo, la Biblia, Rabelais y las narraciones orales de su tía Francisca Simodosea.

Un meteorito había caído sobre los rutilantes planetas de la narrativa colombiana de entonces: Eduardo Caballero Calderón [El buen salvaje, Premio Nadal, Barcelona 1966], Manuel Mejía Vallejo [El día señalado, Premio Nadal, Barcelona, 1963], Próspero Morales Pradilla, Héctor Rojas Herazo [Respirando el verano, Premio Esso, Bogotá, 1961] y Manuel Zapata Olivella.

La tercera resignación (1947), un cuento donde un niño permanece en su ataúd dieciocho años hasta que se entera que está descompuesto y sólo falta que los ratones se lo coman a pedazos, parece ser el antecedente del talante con que fue redactada Cien años de soledad, una saga familiar y una metáfora de la historia que puede ser leída como novela de aventuras o como poema. Relato mágico de la experiencia del hombre, desde el Paraíso hasta el Apocalipsis, recuenta los azares de vivos y muertos a través de presagios, hechicerías, sueños, fantasías, erotismo, violencia y pestes, símbolos de esa “ciencia de lo concreto” con la cual descubrimos que la soledad, a que nos ha confinado el siglo de la ciencia y las guerras atómicas, es el mal por excelencia.

El asunto central de la novela es la soledad. En Macondo, tierra de lo posible, no existe la solidaridad y la comunicación entre los hombres. Macondo es una Arcadia donde sólo triunfan la muerte y la violencia. Un pueblo habitado por sabios aislados y vidas anacrónicas. Una historia narrada por el coronel Aureliano Buendía, que entre los avatares de las guerras compone en versos rimados sus encuentros con la vida y la muerte

"Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquiades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer"

y ya cerca del final, quema, con el baúl de los poemas

“la historia misma de la familia, escrita por Melquiades, hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias",

porque gracias al misterio de la poesía

"no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante”.

La poesía, he ahí la materia de que está hecha esta obra de arte, cuyo único antecedente entre nosotros es María de Jorge Isaacs.

II

Si durante la Colombia del Frente Nacional la literatura vivió exiliada e inxiliada, el auge del narcotráfico, el secuestro, el tráfico de armas y el prestigio del escritor de Aracataca hicieron del libro uno de los apetecidos utensilios del lavado de activos de nuestro tiempo. Tanto como para que muchos de esos gigantescos conglomerados editoriales de hoy surgieran en Colombia, según sugiere Félix Marín en Dineros del narcotráfico en la prensa española [Madrid, 1991], donde rastrea los orígenes de la aparición del grupo Prisa y la fortuna de los Polanco, o los miles de folios que reposan en los juzgados sobre las aventuras de José Vicente Kataraín y su Oveja Negra, que llegó a “exportar” más de 10.000 millones de pesos anuales en pretendidos libros colombianos, que fueron, en realidad, toneladas de papel periodico que terminaban en las aguas profundas de los puertos de mar de los Estados Unidos o Buenos Aires, cuando no en los contenedores de basura de los aeropuertos de Frankfurt o Madrid. Sin contar del trapicheo con el dinero público de editores y libreros desde los años de ascenso al poder cultural de Belisario Betancur, que ha llegado a la enigmática extravagancia de construir, con un siglo de retraso, 1200 bibliotecas en los municipios más desolados de Colombia, ahítas de productos culturales Made in Spain en los años, precisamente, de la aparición de la Banda Ancha, los ordenadores y la Internet .

Según los estadígrafos de la cultura, con doña Luz Mery Giraldo, de la Facultad de Literatura de la Universidad Javeriana a la cabeza, son más de seiscientas “novelas” las que han aparecido en Colombia luego de Cien años de soledad. Quizás los más prolíficos autores de ellas estén en este listado , donde concurren auténticos expertos de la comercialización, la intriga y la servidumbre voluntaria.

“Novelistas colombianos” que habrían representado el papel del Pobre Lázaro, en el jugoso banquete editorial, donde a Epulón lo interpretaron los cientos de títulos de autores latinoamericanos del llamado Boom, controlado por la Dama de Hierro las letras, Carmen Balcells y el canario Juan Cruz, el Petiso de los Mandados de Prisa.

Pero lo cierto es que los verdaderos promotores de los narradores y poetas hispanoamericanos, a nivel mundial, fueron dos aristokrátos catalanes, miembros de una célula subversiva conocida como Grupo de Barcelona: Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, quienes en 1961 dieron a Jorge Luis Borges, en Mallorca, el Premio Formentor, que le hizo conocer en doce lenguas europeas. En torno a ellos se desarrollaría, a medida que Barral se arruinaba como editor, el prestigio de nuestros escritores posteriores al Modernismo.

Mientras tanto, en las oficinas culturales de la dictadura de los hermanos Castro, se promovía, con la ayuda de un puñado de mercenarios, la perversa teoría de la incultura como fundamento del arte, y se condenaba al ostracismo a cientos y cientos de artistas y pensadores , con el argumento, decretado en revistas como Verde Olivo, que era la hora de diseminar la prosodia y la sintaxis de Mario Benedetti, mediante una literatura en la revolución y la revolución en la literatura, como lustroso y obsecuente dejó consignado Oscar Collazos. Para quien el acto de crear, de concebir obras de arte, era una mistificación del capitalismo que había que abolir para siempre. Se trataba ahora de escribir como si se estuviera haciendo herrajes. Hoy son más de veinte las pruebas que exhibe la bibliografía de su fracaso.

Doctrina que se hundiría en el albañal del olvido, con el medio millar de “novelas” que confunden la poesía con la suplantación de la historia y el realismo sucio, como lo demostró Seymour Menton en La nueva novela histórica de la América Latina [1993], porque mucha tela hay que cortar entre ese monolito de la lírica que es El siglo de las luces [1965] y un refrito, de otra obra maestra de la literatura brasileña, ampliada y derruida por los negocios editoriales, titulada La guerra del fin del mundo [1981]. Ya Borges había demostrado en varios de sus cuentos de los años cuarentas, y en especial en Historia universal de la infamia, como una cosa es la literatura y otra los artículos para las enciclopedias.

El paradigma de esta tendencia distorsiva fue, en Colombia, un esperpento sicoanalítico titulado La ceniza del Libertador [1987], del doctor [honoris causa] Fernando Cruz Kronfly, mecenas de prestigiosas firmas de la Casa Balcells a través de un premio de Proartes, que ha controlado desde su creación. Como muchas de sus otras [La calle 10 [1960], La otra raya del tigre [1977], La tejedora de coronas [1982], Los pecados de Inés de Hinojosa [1986], La risa del cuervo [1992], La marca de España [1997], Rosario Tijeras [1999] El olvido que seremos [2005] o Ursua [2005] hermanas de aventura, La ceniza del Libertador se niega a representar o inventar la realidad y prefiere retratarla, aprehenderla, manipularla con un lenguaje ruin:

“Y sin embargo de todas sus glorias pasadas debe enfrentar el destierro, la impugnación de la baba, la pavorosa nada de un hastío sin espacio y sin tiempo que lo empuja hacia un viaje que no es de huida de lo concreto sino simple hijo del desengaño. Su Excelencia ha decidido partir para siempre”. (P. 10). “Su Excelencia va camino de la mar. Sólo desea la mar, el olvido que el hastío busca, el brillo del vidrio adentro, la casa en orden y el vómito” (La ceniza del Libertador, 1987, pág.11)

así teóricamente su autor sostenga que él si se aleja de la historia y sucumbe a la poesía. Porque precisamente lo que no hay en este batiburrillo es poesía, como si la hay en El general en su laberinto, cuya apariencia limita con la verdad y la historia, para “retratar” la soledad del poder, el amor y el absurdo de la gloria.

Se iba sin escolta, --dice GGM al comienzo de su obra maestra-- sin los dos perros fieles que a veces lo acompañaron hasta en los campos de batalla, sin ninguno de sus caballos épicos que ya habían sido vendidos al batallón de los húsares para aumentar los dineros del viaje. Se iba hasta el río cercano por sobre la colcha de hojas podridas de las alamedas interminables, protegido de los vientos helados de la sabana con el poncho de vicuña, las botas forradas por dentro de lana viva, y el gorro de seda verde que antes usaba sólo para dormir. Se sentaba largo rato a cavilar frente al puentecito de tablas sueltas, bajo la sombra de los sauces desconsolados, absorto en los rumbos del agua que alguna vez comparó con el destino de los hombres, en un símil retórico muy propio de su maestro de la juventud, don Simón Rodríguez.… [El general en su laberinto, 1989]

III

Y fue con este acento que Gustavo Alvarez Gardeazabal [Tulua, 1945] tejió, a partir de los recuerdos de su infancia, la interminable cadena de crímenes y atrocidades que constituyen la primera de las notables novelas publicadas después de Cien años de soledad.

Cóndores no entierran todos los días (Barcelona, 1972) narra la historia local de un asesino católico, que mediante un ascenso de vértigo controla vida y bienes, mientras instaura un pavor latifundista en varias leguas a la redonda, ganando autoridad con la ferocidad de sus actos.

La novedad de la ficción de GAG venía en su lenguaje, que parte sin duda de las frases, a veces irrespirables, de GGM y de una exageración chismosa, bien aprendida en casa y vecindarios del autor. El chisme, con su sospechosa conjetura de que será posible identificar y saber la «verdadera historia» de unos hechos, hizo que tuviese un éxito inmediato. Además Alvarez Gardeazabal se atrevía a escarbar en un mito tabú, usando nombres propios, inventando otros, corriendo el riesgo de que descendientes del criminal o los hijos de sus víctimas tomaran a su vez retaliaciones violentas o legales, como eventualmente sucedió.

CÓNDORES NO ENTIERRAN TODOS LOS DÍAS

Mañana, cuando el reloj de San Bartolomé de las diez y el padre Zúñiga, que además de reemplazar al padre Ocampo mandó quitar el parlante de la torre y suprimir el disco rayado de las campanas de San Pedro en Roma, reciba en la puerta del atrio el cadáver de León María Lozano, Agripina, que vendrá detrás, acompañada en el negro por sus hijas, recordará los momentos finales de su marido cuando, enloquecido extrañamente por el asma, llegó a su casa a buscar el fuelle de cuero que de instrumento necesario había quedado convertido en adorno de sala. Le empezó el ataque en el Soratama, cuando conversaba con Alfredo Rojas, que ahora era un acomodado comerciante de El Cairo. No le empezó como todos los que había tenido durante los años que vivió en Tuluá sino que fue algo así como la maluquera del infarto que el médico le había pronosticado si no bajaba los treinta y dos kilos que le sobraban. Alfredo Rojas lo ayudó a subir a un taxi, pero como él se negó a que lo acompañara, cuando llegó a la casa casi no puede bajar y si no es porque su Amapola llegaba en ese momento y le ayudó a entrar, León María seguramente que habría muerto allí, en el sillón del taxi, y no en la mitad de la calle donde finalmente cayó. Lo hicieron sentar en uno de los sillones de la sala y le dieron agua de toronjil. Después empezó el ahogo y él corrió desesperado a la repisa del fuelle. Amapola le ayudó a soplarse, pero el asma fue creciendo y el silbido llenó la casa. Hizo abrir puertas y ventanas y hasta prendieron un ventilador que prestaron en la casa vecina desde donde llamaron a un médico, azoradas, pero ni el ataque mermó ni el ahogo se disipó. Fue en ese momento cuando León María se levantó, desesperado, y teniéndose el pecho con las manos haciendo creer como si por allí fuera a reventar, salió a la calle. Agripina corrió tras de él, pero la figura de Simeón Torrente, parado en todo el frente de la puerta, la hizo frenar en seco. No lo veía desde el día que fue a llevarle los quesos envenenados y creyó que o que había ante ella era un espanto porque ni color tenía el Simeón después de tantos años. León María quizás no lo distinguió porque cuando iba camino de él, Agripina oyó los disparos y vio retroceder trastabillando a su marido hasta que cayó finalmente en la mitad de la calle, cumpliéndose así lo que el lego de Palmira le había dicho el día que don Benito lo llevó por primera vez para tratar de curarle los ataques de asma. Amapola lo recogió, pero ya ni León María tenía vida, ni Simeón Torrente estaba por allí, aumentándole a Agripina la creencia de que había sido un espanto y no el hijo del Torrente que mataron Barragán en los primeros días de la violencia, el que había disparado sobre su marido. (Cóndores no entierran todos los días, 1972)

Alvarez Gardeazabal evitó, con este compás y perorata narrativas, caer en el marasmo de interpretar o recrear la historia de un criminal que de hijo de un contador de los ferrocarriles, pasó de vendedor de libros y quesos, a convertirse en una leyenda viva por el terror al que sometía una parroquia de desplazados a medida que oraba en la misa de todos los días, repartiendo el alivio de su maldad entre los celos maritales y la entrepierna de su concubina. Una dualidad de planos narrativos donde el silencio de un pueblo se expresa en los chismes que van y vienen entre sollozos y los gritos de las viudas y los huérfanos. El Verfremdung brechtiano que produce en la novela un alejamiento de la mimesis prodigando otra realidad, otro estado, que denota una postura ética ante la crueldad de la existencia.


IV

Los parientes de Ester [Madrid, 1978] de Luis Fayad [Bogotá, 1945], publicada diez años después de Cien años de soledad, fue la primera de las novelas colombianas que logró evitar ser un retintín de los efectos estilísticos de GGM, rescatando las sintaxis y acentuaciones prosódicas de las novelas de J.A. Osorio Lizarazo, el amigo de Jorge Eliecer Gaitán, el amanuense de Juan Domingo Perón y Rafael Leónidas Trujillo, víctima, sin duda, del fracaso y caída del partido liberal tras los gobiernos de Lopez Pumarejo.

Como en aquellas primeras novelas urbanas, Fayad retratará el transcurrir de la existencia en el centro de la capital colombiana a través de las tensiones, miserias, ignorancia y desolación de sus personajes, eludiendo mezclarles, como si hace el modelo, con los conflictos económicos y sociales que vive el país, produciendo otro alejamiento que resulta pura lírica.

El pequeño cosmos donde circulan los personajes de Fayad es el mismo que vivieron Aurelio Arturo, GGM Miguel Ángel Osorio, Luis Tejada, Arnoldo Palacios, Manuel Zapata Olivella, Carlos Arturo Truque, Bernardo Arias Trujillo, Osorio Lizarazo o Carlos H. Pareja, un mundo donde la poesía, tan apreciada a comienzos de siglo, no servía mas para llegar a la presidencia pero estaba en todas partes, porque se vivía bajo su sombra y se nutría de sus pasiones. Unos conventillos donde la más alta nota la daban los rancios bogotanos, que no se parecían sino a sí mismos, con sus rostros encendidos por los licores de malta y el aire fresco de la sabana que recibían sobre la grama de sus haciendas y clubes sociales, vestidos con tenues colores que olían a picadura, o exhalaban un castaño, gris perla, vino tinto o amarillo de morriñas dignas de los bucles dorados y los ternos sastres de enormes hombreras de mujer que ingresaban a los salones de baile del Hotel Granada o La reina, donde las pasiones y las infidelidades se cocían en las voces de Agustín Lara y Elvira de los Ríos. Todo lo que iba a desaparecer entre la mugre y el asco del infierno social de los primeros gobiernos del Frente Nacional.

Gregorio Camero, el personaje central de la novela de Fayad, es un ensimismado que deja que la rutina de em¬pleado público se le vaya llevando día a día lo poco de vida que le queda. Un hombre acosado por la miseria de este mundo, y las miserias de los otros, que no existirían si no hacen difícil y cruel el destino de nosotros. Gregorio Camero sólo tiene en los sueños un país de alivio. Allí habi¬ta su sueño de salir de la pobreza ya sea mediante la instalación de un pequeño negocio, o llegando a la edad de la jubilación o dándose el gusto de una inútil venganza.

La anécdota de Los parientes de Ester está estrictamente ceñida a su prosa. La vida en el centro de la vieja capital colom¬biana toma cuerpo a medida que Fayad desarrolla una prosa directa, vacunada contra los circunloquios y los laberintos de estilo, concediendo lo mínimo posible al faci¬lismo o la truculencia, ofreciendo al lector frases cargadas de sentido y humor, así éste sea en no pocas ocasiones amar¬¬go. Una prosa bien aprendida en el cine de los años en que Gregorio Camero recorre las calles, las plazas, los cafés, los bares de mala muerte de una ciudad que desapa¬rece entre la deslumbrante corrupción de los gobiernos del Frente Nacional, cuando todo, en Colombia, empezó a desaparecer.

En Los parientes de Ester quien narra renuncia a ser un cronista omnisciente, y descendiendo del Olimpo, acompaña a sus personajes por la vida misma, siguiéndoles en sus vicisitudes y desgracias, haciendo de los protagonistas el lector, con sus miserias, hambres, impo¬sibles sueños, odios, carencias, hu¬mi¬¬llaciones, maquinaciones, mezquin¬dad, maledicencia y arribismo.

V

Y del centro de Bogotá a Chapinero, a medio camino hacia los barrios de la burguesía, Sin remedio [Madrid, 1983] , de Antonio Caballero Holguín, narra los últimos días de la vida de Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard, un poeta, que como José Fernández, en De sobremesa de Silva, no soporta la mediocridad del medio y termina siendo devorado.

Escobar sufre del mal de los intelectuales del siglo de las revoluciones: una suerte de spleen o desánimo, inconexo y fantasmal que le impide relacionarse con el mundo de los otros, la cargante realidad del día a día, padeciendo una discontinua y vana lucidez sicotrópica que abandona a todos los que pudieron amar y comprenderle, porque su narcisismo sólo concibe la gloria en el arte, en la construcción del poema, estatua de la posteridad.

Escobar es el arquetipo de unos individuos que, -- atrapados en las doctrinas del Frente Nacional,-- empujaron a vastos sectores de la inteligencia en brazos de unas sectas donde sólo encontraron hembras, machos y desolación como compensación al rechazo de los ritos de sus familias burguesas y la impotencia que agravaba sus neurosis. Como sus compañeros de viaje, es un escéptico que no puede compartir unos valores que no siente suyos, ni puede, ni quiere, romper con las commodities que le deparan ser un rico protegido por una clase simbiótica y posesiva que sobrevive "en las fechas precisas de sus muertes, en los precios exactos de sus tierras".

Teórico de la poesía, sus intereses son de carácter sedicioso, si aceptamos que confía en el Tao y las postulaciones oraculares del I Ching, pues el arte sería consecuencia de los avatares de la existencia, como sugiere Titus Lucretios Carus en su epicúreo De rerum natura, al invitar, como Buda, a desatender los deseos y las pasiones pues son pozo de las desdichas individuales y colectivas para librarnos del miedo a la muerte, sacando en limpio el destino, huyendo para encontrarnos, pues al estar vivos, nuestro mal, es sin remedio, como habría dicho Juan de la Cruz a Teresa de Jesús:

Porque se pierde siempre
porque siempre
vendrá la muerte, iremos a la muerte…

La literatura es así, para Escobar, divertimiento y formalismo, aun cuando en el extenso poema que le da gloria discuta si la poesía debe servir para algo o alguien distinto a sí misma; si debe ser gratuita o mercenaria; si debe hacer prácticas cívicas o militares o ser mero adorno, bisutería de la vida cotidiana. Poblándose de tantos acontecimientos como para que el poema acabe siendo “comprendido” de tantas maneras como actores e intérpretes tiene antes y luego de la muerte del hacedor.

Cuaderno de hacer cuentas resulta uno de los grandes textos de la poesía llamada colombiana. Confeccionado a partir de la tesis de Arthur Schopenhauer: “No se conoce sino la propia voluntad, toda vida es esencialmente sufrimiento”, Escobar lo concibe como un poema de compromiso y cree haberlo concluido como un lamento filosófico; pero es tan polisémico que quienes le escucharon declamarlo en la Avenida 19 lo interpretaron como una opinión sobre la situación electoral de entonces, mientras el Coronel Aureliano Buendía, por la televisión, la noche que anuncia la liquidación del terrorista Escobar lo presenta como un documento subversivo, en verso, cuyas claves son consignas para una insurrección armada contra el gobierno de Misael Pastrana Borrero.

Las cosas son iguales a las cosas.
Aquello que no puede ser dicho, debe ser callado.

Novela política sobre la existencia individual y la poesía, su lirismo es resultado de la fingida vulgaridad del lenguaje del narrador y sus personajes.


VI

En 1984 se publicó en México, en una edición privada, luego del rechazo de varias editoriales colombianas, Barba Jacob, el mensajero, de Fernando Vallejo, una de las pocas y mayores biografías de poetas que se haya escrito en español. Su autor, un desconocido narrador exiliado en aquel país centroamericano, divulgaría después varias novelas autobiográficas ignoradas por la crítica. Con la publicación, una década más tarde, de La virgen de los sicarios [Bogotá, 1994] , alcanzaría la efímera gloria del mundo editorial de hoy y un nicho, entre los textos poéticos más notables de nuestro tiempo.

Barba Jacob, el mensajero es un monumento literario no sólo por la exhaustiva investigación que precedió su redacción, sino por ser un idílico acercamiento a los hechos y sicología de una de las más despreciables personalidades de una nación donde por casi un siglo fue su lírico más admirado y vituperado, en especial por vastos sectores de rebeldes que encontraban en La canción de la vida profunda, su poema esencial, el paradigma de su existencia.


Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonría.
La vida es clara, undívaga y abierta como un mar.

Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.

Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútilas monedas tasando el Bien y el Mal.

Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos...
(¡Niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.

Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.

Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.

Mas hay también ¡Oh Tierra! un día... un día... un día...
en que levamos anclas para jamás volver...
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!


Vicios, bohemia, rebeldía, alcoholismo, homosexualidad, soberbia, bellaquerías e ingenio verbal hicieron de Miguel Angel Osorio, el incomprendido por excelencia de la lirica nacional. Pero tras la lectura del libro de Vallejo, sabemos que fue un desgraciado que a costa de su salud y por causa de su pobreza y fealdad hizo del arte la deidad que salvaría su memoria del mismo fango y podredumbre donde amanecía cada día. Pederasta, sifilítico, marihuanero, amanuense de dictadores, impotente, poseedor de un inmenso falo inútil, Barba fue, para los liberales colombianos de mediados de siglo, el hombre rebelde y fracasado, el colombiano a quien humilló la ruina de la Republica Liberal y el modelo del bribón que surgiría, durante el Frente Nacional, guerrillero, paramilitar o parlamentario, es decir, el narcotraficante que ha sumido a Colombia en su barbarie y desgracia.

No se han equivocado los críticos que sostienen como en Barba Jacob, el mensajero, también están trazadas las líneas del destino como artista del propio Vallejo. El paradigma de su enigmática existencia como hijo de una clase y una historia despreciable que no desea abandonar y le ha deparado la gloria y la oportunidad de vengar sus vidas pasadas. Pero sustancialmente, el taller que labró la voz que habrá de perpetuarle, ese ritmo narrativo aparentemente caótico y anárquico, con un tejido de secuencias donde el ayer rescatado se torna en presente perdido, como si fuese una secuencia cinematográfica del neorrealismo, evocando mundos disolutos y relegados, vivos hoy merced al artilugio de la poesía, la única que da vida para siempre.

Si en Barba Jacob, el mensajero, Miguel Angel Osorio regresa veinte años después, para recorrer la patria [Bogotá de ladrones, Colombia de asesinos] que odia y anhela, le admira y desprecia en compañía de un apuesto joven que sería su último amante, librando la vida en hoteles y burdeles del bajo mundo, en La virgen de los sicarios, Fernando [Vallejo], vuelve a la ciudad de su juventud y ante los violentos cambios de que es testigo, para conjurar sus demonios se entrega a un amor sin esperanza en un extravagante recorrido por los santos lugares, mediante un monologo incandescente que erige, crimen tras crimen, el poema de la venganza del destino, complaciendo a unos asesinos [Ángel Exterminador, Laguna Azul], que celebran la vida inmolándose jóvenes, muriendo bellos y con ilusiones.

Ensayo, diario, confesión, plagio, libelo, ficción La virgen de los sicarios ofrece varias de las lecturas y representaciones de la horrenda realidad que producen unos alegatos contra las instituciones religiosas, políticas, culturales y sociales de nuestro tiempo, a la manera como ya lo han hecho Vargas Vila, Genet, Fernando Gonzalez, Bloy o Celine. Vallejo sabe que el hombre es la misma mierda en todas partes; Dios, un monstruo cobarde; Cristo, el creador del desorden del mundo; el Papa el diablo, etc., porque en parte alguna hay inocentes y como Golem que es, el hombre mata por orden del altísimo, su modelo, dejando a quienes sobreviven entre ese cortejo que deambula en las penumbras de las numerosas iglesias, [católicas, budistas, védicas, musulmanas], fétidas de toxicómanos, contrahechos, menesterosos, retratando la vida auténtica, la desdicha misma.

Voyeur y flâneur el poeta [Porfirio Barba Jacob] encarnado ahora en [Fernando Vallejo], el último gramático, ejecuta un ajuste de cuentas con la historia de su patria [la lengua] increpando una letanía que es la diatriba definitiva y exorcismo del destino individual. El viejo académico y los jóvenes asesinos son la misma personæ, la vida da lo mismo, sólo la búsqueda del poder y su alivio, el amor, mueve el mundo. La vida, un viaje a la desolación, un mirar y buscar inútil, único éxodo hacia la muerte.

VI

Cuando Miguel Torres nació [Bogotá, 1942] era un mundo de guetos seudo ingleses: Parque Nacional, La Magdalena, La Cabrera, Chic-O y la inmensa hacienda Pepe Sierra, de casas sitiadas por jardines con altos árboles que habían sustituido las vetustas mansiones coloniales de Santa Bárbara y La Candelaria.

Todo ello iba a desaparecer para siempre. Porque la voz de la cólera lo había anunciado en el Teatro Municipal; las sirvientas respondían cada vez más alto y los choferes no respetaban a nadie. “Mujer, si puedes tu con Dios hablar…” era ahora “soñadora, coqueta y ardiente”; el hijo del ex presidente se enriquecía a costa de las desgracias de una guerra lejana, y la palabra de los viernes retumbaba en Las Cruces, la Calle 10, la Carrera Octava, los cafés, los tranvías, la Plaza de Bolívar, la Calle Real y en la Avenida Jimenez los señores sentían el látigo del odio en las miradas y las voces de loteros y limpiabotas.

El 9 de Abril de 1948 aquel mundo de bataholas y deleite ardió como Londres en La batalla de Inglaterra. Por todas partes cientos de miles de hombres, mujeres y niños descendieron hasta el corazón de Colombia para vengar la muerte de su líder rompiendo los inmensos espejos de los grandes hoteles, las rutilantes arañas de las lámparas, las cortinas de raso y las cajas de champan y llevar esos despojos hasta sus pobres casas y barrios periféricos. Con las banderas rojas y los machetes en alto todo cayó a su paso, todo fue saqueado, todo quedó oliendo a hierro y aguardiente, a piedra quemada mientras cientos de cadáveres se enfriaban de la vida bajo la persistente lluvia de la desdicha.

“Uno podía pasar muchas horas frente a la ventana en espera de que algo ocurriera pero nada era distinto a la lluvia. Pasados diez, veinte años –escribió García Márquez—el espectáculo podía seguir siendo el mismo.”

Porque ese viernes, un hombre capturado en el lugar de los hechos, él mismo que se introdujo en la droguería Granada, sacado luego en rastras por la carrera séptima hasta hacerlo el cadáver abandonado por dos días frente al Palacio de la Carrera, cuyo levantamiento hizo el juez primero central a las dos y cincuenta de la tarde, dueño de la cédula 2.750.300 de Bogotá y que permanece sepulto en la fosa número 28 del Cementerio Central, Juan Roa Sierra, había aparentemente dado muerte a Jorge Eliecer Gaitán, un demagogo que no era sólo un hombre sino un pueblo.

Según todas las conjeturas JRS nació el barrio Egipto, a media cuadra de la casita donde nació el caudillo. La familia era gaitanista, incluso, él mismo habría participado de su lado en las elecciones de 1946. Admiración que se habría roto luego que el propio Gaitán le negara alguna ayuda en su propia oficina de la Carrera Séptima. Roa era un joven albañil de 26 años, desempleado, medio holgazán y reservado, el menor de 14 hijos de Encarnación y Rafael, fallecido por causa de una enfermedad respiratoria. Para entonces vivía con su madre en una casita del barrio Ricaurte, ocho de sus hermanos habían muerto y otro estaba recluido en Sibaté, loco, como parece estaba Roa Sierra pues solía consultar a un astrólogo alemán que le había iniciado en el Rosacrucismo, se creía la encarnación del General Santander, el acérrimo enemigo de El Libertador, y otras veces, el conquistador español Jimenez de Quesada.

Otras versiones indican que Juan Roa Sierra habría sido sobrino de un oficial del ejército de apellido Galarza Osa, asesinado por el teniente Cortés, a quien Gaitán habría defendido y librado de prisión la misma mañana de su asesinato. A lo cual agregan que Roa era hijo del padre de Gaitan y que el tribuno cortejaba la novia del asesino. En su biografía, Gabriel García Márquez dice que Encarnación Roa se había enterado por radio del magnicidio y estaba tiñendo de negro su mejor traje para guardar luto, cuando se enteró de que el asesino era su hijo. Cosa que nunca creyó.

La historia y algunas obras de arte se han ocupado de la víctima, pero escasamente del victimario. El crimen del siglo [Bogotá, 2006] , la novela de Miguel Torres, reconstruye, desde la imaginación, la representación de un ser inexistente para la realidad de si mismo y para la Historia. Usando de un artilugio caro a la tragedia griega, mediante el cual el anuncio del drama delata su desarrollo, Torres advierte al lector que el destino de Roa-Gaitán es un hecho anunciado y consumado. Él apenas será el amanuense que recorra los hechos y coloque los mojones para que demos fin a esa partida de ajedrez que nos ofrece. El crimen del siglo no será la muerte de Jorge Eliecer Gaitán, sino la tragedia de Juan Roa Sierra, la consumación de su destino como nadie, como el otro que a nadie importa, Juan Lanas o Juan Pueblo. Porque mientras JEG agoniza, JRS “siente –dice Kevin Alexis Garcia-- una hidra de mil cabezas golpeando su cuerpo, un crujir de huesos entre sus oídos, un sabor de latón en la boca, unos extremidades que lo sujetan por las manos, la cabeza y las piernas, mientras los edificios se doblan y el mundo comienza a dar vueltas a su alrededor, entre rostros furiosos, miradas feroces y encarnizadas, escuchando el grito de asesino entre sus tímpanos reventados, condenado por acabar con las ilusiones de un pueblo, acostumbrado a cifrar su redención en mártires caídos”, Colombia, un país arrastrado por los Idus de Abril desde 1948.


VII

¿Cómo entender que en casi medio siglo, desde la publicación de Cien años de soledad, sólo cinco obras puedan ser consideradas memorables, en una región de la lengua donde parece se han puesto en circulación y venta más de medio centenar de ellas, incluso, acompañadas de éxito de ventas y convertidas unas cuantas en series de televisión o llevadas al cine?

En Colombia el Siglo XX habría terminado con la creación del Frente Nacional, el invento político de Alberto Lleras Camargo para continuar ejerciendo un poder, en nombre de la democracia, que había venido profesando desde el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, cuando solapadamente abortó todas las posibilidades de avance y cambio en un país que seguía viviendo, al final de la I Guerra Mundial, en la Edad Media. “Tíbet de Suramérica” se le llamaría más tarde.

Terminada la Guerra de los Mil Días el país vivió, hasta la caída del partido liberal de la mano de Alberto Lleras Camargo, una relativa prosperidad que vino a resquebrajarse bajo los gobiernos de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez. Y aun cuando los gobiernos militares, los caudillos y el populismo no hayan prosperado aquí como en otras naciones y el analfabetismo haya decrecido del 58 a comienzos del siglo pasado a un 7% de hoy cuando la página mejor leída del principal diario nacional es la de ortografía, nadie influyó más con su ideología y poder que ese aparente demócrata, que hizo de Colombia una nación corrupta y criminal.

En ambos gobiernos –escribió con implacable clarividencia Gabriel García Márquez siete años después de su muerte -cumplió Alberto Lleras su destino ineludible de componedor de entuertos, y en ambos [a Mariano Ospina Pérez y A Guillermo León Valencia] con el desenlace incómodo de entregar el poder al partido contrario. En ambos fue lúcido, sobrio y distante, y conciliador de buenos modos, pero de mano dura cuando le pareció eficaz. Lo que no se le pudo pasar siquiera por la mente es que la perversión de su fórmula maestra del Frente Nacional sería el origen de la despolitización del país, la dispersión de los partidos, la disolución moral, la corrupción estatal, en medio de la rebatiña de un botín compartido por una clase política desaforada. Es decir: el cataclismo ético que en este año de espantos de 1997 está desbaratando a la nación.

Fue, en la apariencia, un humilde periodista que llegó por azares del destino a controlar la historia de su país por más de medio siglo, pero en lo más hondo de su verdad histórica, el ideólogo y ejecutor de la peor catástrofe vivida por nación suramericana alguna desde el aciago día que Simón Bolívar abandonó Santa Fe en las manos de Francisco de Paula Santander, el digno paradigma de Lleras Camargo. Porque como a Plutarco Elías Calle y Lázaro Cárdenas, importaba más la gloria que el futuro de sus repúblicas. Y para ello era necesario dar vida eterna a los partidos que les habían llevado al poder.

Caí en cuenta, escribió Lucas Caballero Calderón, que la mayor preocupación de ALLC fue que no se cayera el Partido Liberal y en la defensa obstinada de esa tesis oportunista e inmoral está la clave de todos sus claroscuros y claudicaciones. Lo que importa no es que la sal se corrompa sino que el rebaño se acostumbre a ella. Por eso calló en la segunda administración de López Pumarejo, por eso fue alcahueta de los negocios familiares del segundo, cuando la indignación nacional amenazaba dar en tierra con el Mandato Claro de López Michelsen. Pero hubo una excepción. En 1946, cuando para evitar que un liberal de su generación llegara al poder antes que él, privó su vanidad y se olvidó del partido.

Fue entonces, cuando poniendo en práctica algunas de sus creencias contra la literatura y en especial contra la poesía, cuando los ministros de educación abolieron la lírica y la historia patria de sus exigencias curriculares . El gran intérprete sería su ministro Jaime Posada Díaz, promotor del Plan Atcon, actual presidente de la Real Academia Colombiana de la Lengua, rodeado de literatos de la talla de Piedad Bonnet, Carlos José Reyes, Darío Jaramillo Agudelo, Rogelio Echavarría, Ignacio Chaves, Maruja Viera, etc. Durante el primer gobierno del Frente Nacional comenzaron a desaparecer los textos de enseñanza de la literatura y la lengua donde la médula era el texto mismo. Como Rafael Uribe Uribe [véase Liberalismo y poesía, en Zona, Bogotá, Abril 9, 1986], Lleras Camargo y su ministro creían que la poesía era una de las causales de la violencia y la ausencia de progreso.

Porque en Colombia si había sucedido una rebelión juvenil, pero no de la mano de las nuevas fuerzas sociales, los partidos proscritos o los campesinos desplazados y sus cientos de miles de muertos. El establecimiento, para Mayo de 1968, hacía ya una década promovía, mientras bombardeaba los campos, incrementaba la burocracia, aceitaba la corrupción de jueces y gobernantes, ignoraba la tortura y el asesinato de los activistas del guerrerismo castrista y maoísta, una secta llamada El Nadaísmo, que no sólo había suplantado el protagonismo de los radicales del MRL y Mito, sino que era la más viva expresión y anuncio de lo que estaba naciendo: el basilisco del narcotráfico.

“Solidarios con Fidel Castro en el caso Padilla –ha escrito JG Cobo Borda- los nadaístas vieron cómo su propósito de oxigenar el ámbito cultural contrastaba con el papel ciertamente anacrónico que el poeta continuaba desempeñando en medio de un país que se expandía en forma desordenada, y crecía desquiciando de paso todas sus estructuras a una velocidad mucho mayor que aquella con la cual el ingenio del grupo, en tantos casos convertido en simple bufonería, intentaba encarnarla. Camilo Torres moría en la guerrilla, que actualizaba sus métodos de lucha secuestrando el cuerpo diplomático o bombardeando el palacio presidencial. Ningún nadaísta, bajo los efectos de las drogas que convirtieron en parte de su arsenal subversivo, pudo haber previsto semejante delirio. La moral se relajó, liberalizándose; cuatro o cinco grandes compañías financieras concentraron el capital disponible y la marihuana dejó de ser un fruto prohibido para convertirse en la mayor fuente de divisas. Después de su caída la cocaína continúa manteniendo una economía subterránea paralela a la oficial y en muchos casos más rica..”

En 1968, cuando todo cambiaba en el mundo y en Colombia el gobierno de Carlos Lleras Restrepo consumaba la destrucción de la vieja universidad liberal y la educación laica, como dos astros solitarios en el firmamento de la lengua aparecieron Cien años de soledad y Los poemas de la ofensa, la más bella demostración de que ninguno de los enemigos del hombre, en estas tierras, había podido vencer el arte de la literatura y su máxima expresión: La poesía.

Un regreso por las tradiciones de la lengua, tratando de salvar del naufragio el arte viejo de escribir bien, son sin duda las obras que he comentado, con tonos que parecieran borrar el cinismo y las ironías de la banda nadaísta. Libros entramados con unos lenguajes nada enfáticos, surgidos de las lecturas de los maestros de la propia lengua, o de las aficiones a tonos y voces de otros ámbitos lingüísticos frecuentados ya sin las rémoras de la traducción literal, buscando siempre lo que ocultan las evidencias del sentido, rompiendo así con los facilismos de las ideologías y consignas de la moda, sin dejar de documentar un mundo que retrató con su deslumbrante inteligencia Jorge Gaitán Durán en La revolución invisible de 1959:

«No podría esperarse otra cosa de un ambiente en donde para hacer carrera hay necesidad de cumplir inexorablemente ciertos requisitos de servilismo, adulación e hipocresía y donde ingenuamente las gentes confunden estos trámites, esta ascensión exacta y previsible, con la política. Sin duda el fenómeno del arribismo se produce en todas partes y no sólo en el ajetreo electoral, sino también en la vida económica y en la vida cultural, pero aquí ha tomado en los últimos tiempos características exacerbadas y mórbidas, cuyo estudio sería interesante y tendría quizás que empezar por la influencia que la aguda crisis de estructura del país y consiguientemente de los partidos políticos ejerce sobre el trato social, sobre la comunicación en la existencia cotidiana. Resulta significativa la frase que un político de las nuevas generaciones usa a menudo: Voy a cometer mi acto diario de abyección, fórmula que exhibe la decisión -en otros casos furtivamente de obtener a todo trance un puesto de ministro, de parlamentario, de orientador de la opinión pública, en fin, de ser alguien, de parecer. Su humor es una coartada; intenta cubrir el desarrollo ético con el confort ambiguo y efímero del lenguaje. Se trata de un sorelismo ciego y satisfecho, cuyos objetivos dependen de algún destino ajeno e imperial. El oportunismo de Julián Sorel es lúcido, torturado, solitario y más eficaz a la larga. En nuestra América el héroe empeñoso de Rojo y Negro hubiera llegado a ser presidente de la república.»